El administrador de un gran edificio de oficinas recibía desde hace tiempo un creciente número de quejas sobre el servicio de los elevadores, especialmente durante las horas pico.
Cuando algunos de sus mejores inquilinos amenazaron con mudarse a menos que se mejorar este servicio, el administrador decidió investigar el problema.
Llamó a un grupo de ingenieros consultores que se especializaban en el diseño de sistemas de elevadores.
Después de examinar la situación, identificaron tres posible cursos de acción: (1) Añadir elevadores, (2) Reemplazar algunos o todos con equipo más rápido o (3) Añadir un sistema de control por computadora de manera que fuera posible “dirigir” los elevadores para que brindaran un servicio más rápido.
Luego, los ingenieros realizaron un análisis de las ventajas de costo de las tres alternativas. Hallaron que solamente añadir o cambiar los elevadores daría como resultado una mejora suficientemente grande del servicio, pero que el costo de realizar cualquiera de las dos alternativas no lo justificaban los ingresos del edificio.
En efecto, ninguna de las alternativas era aceptable. Dejaron al administrador en ese dilema.
Entonces, el administrador hizo lo que un administrador raramente hace, a menos que esté poco menos que desesperado, consultó a sus subordinados.
Convocó a una reunión de personal y les presentó el problema como un plan que él llamó una sesión de “lluvia de ideas”. Se hicieron muchas sugerencias, pero todas se desecharon.
Durante un momento de calma, el asistente más nuevo en el departamento de personal, que había estado callado hasta ese momento, hizo tímidamente una sugerencia, lo que fue aprobada inmediatamente por todos los presentes.
Unas semanas más tarde, con un gasto relativamente pequeño, el problema había desaparecido.
Se habían instalado espejos en todos los muros de los vestíbulos de los elevadores, en cada piso.
El joven psicólogo del departamento de personal, había deducido que las quejas se originaban por el consiguiente aburrimiento en la espera de los elevadores.
Realmente el tiempo de espera era bastante corto, pero parecía largo debido a que no había nada que hacer mientras se esperaba.
La idea de los espejos le dio algo que hacer a la gente: mirarse a sí misma y mirar a otros (especialmente a los del sexo apuesto), sin que pareciera que lo hacían; esto los mantenía agradablemente ocupados.
Cuando algunos de sus mejores inquilinos amenazaron con mudarse a menos que se mejorar este servicio, el administrador decidió investigar el problema.
Llamó a un grupo de ingenieros consultores que se especializaban en el diseño de sistemas de elevadores.
Después de examinar la situación, identificaron tres posible cursos de acción: (1) Añadir elevadores, (2) Reemplazar algunos o todos con equipo más rápido o (3) Añadir un sistema de control por computadora de manera que fuera posible “dirigir” los elevadores para que brindaran un servicio más rápido.
Luego, los ingenieros realizaron un análisis de las ventajas de costo de las tres alternativas. Hallaron que solamente añadir o cambiar los elevadores daría como resultado una mejora suficientemente grande del servicio, pero que el costo de realizar cualquiera de las dos alternativas no lo justificaban los ingresos del edificio.
En efecto, ninguna de las alternativas era aceptable. Dejaron al administrador en ese dilema.
Entonces, el administrador hizo lo que un administrador raramente hace, a menos que esté poco menos que desesperado, consultó a sus subordinados.
Convocó a una reunión de personal y les presentó el problema como un plan que él llamó una sesión de “lluvia de ideas”. Se hicieron muchas sugerencias, pero todas se desecharon.
Durante un momento de calma, el asistente más nuevo en el departamento de personal, que había estado callado hasta ese momento, hizo tímidamente una sugerencia, lo que fue aprobada inmediatamente por todos los presentes.
Unas semanas más tarde, con un gasto relativamente pequeño, el problema había desaparecido.
Se habían instalado espejos en todos los muros de los vestíbulos de los elevadores, en cada piso.
El joven psicólogo del departamento de personal, había deducido que las quejas se originaban por el consiguiente aburrimiento en la espera de los elevadores.
Realmente el tiempo de espera era bastante corto, pero parecía largo debido a que no había nada que hacer mientras se esperaba.
La idea de los espejos le dio algo que hacer a la gente: mirarse a sí misma y mirar a otros (especialmente a los del sexo apuesto), sin que pareciera que lo hacían; esto los mantenía agradablemente ocupados.
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