“Un alpinista se encontró al escalar en un pico de montaña un nido con un huevo de águila, después de cerciorarse que el águila madre no se encontraba por ningún lado, lo metió en su mochila y luego lo colocó en el nido de una gallina de corral. El aguilucho fue incubado y creció con la nidada de pollos.
Durante toda su vida, el águila hizo lo mismo que hacían los pollos, pensando que era un pollo como todos los demás: escarbaba la tierra, comía gusanitos y hacía esfuerzos por piar y cacarear tratando de imitar a sus compañeros. Al igual que los pollos, sacudía las alas en los brincos de un tronco a otro y volaba unos cuantos metros por el aire, junto con la pollada.
Pasaron los años y el águila se hizo vieja. Una tarde calurosa, viendo hacia el cielo, divisó muy por encima de ella una magnífica ave que se deslizaba lentamente en círculos majestuosos, moviendo apenas sus poderosas alas.
– ¿Qué es eso?, le preguntó a una gallina que estaba junto a ella. –Es el águila, el rey de las aves –respondió la gallina–, pero no pienses ser como ella.
–Tú y yo, junto con todo el gallinero, somos diferentes de ella. Y con esas frases, más el peso de todo el pasado, el águila-gallina no volvió a pensar en volar por encima de las nubes, y murió creyendo que era una modesta gallina como todas las del corral”.
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