Había una vez un rey que había olvidado el antiguo consejo de los sabios, según el cual decía, quienes nacen en la comodidad y en la facilidad de riqueza, tienen mayor necesidad de propio esfuerzo que ningún otro.
Sin embargo, era un rey justo y popular.
Viajando a una de sus más lejanas posesiones se desencadenó una tormenta que separó su barco de la escolta.
Luego de siete días de furia, la tempestad se apaciguó; el barco se hundió y los únicos sobrevivientes de la catástrofe fueron el rey y su pequeña hija, quienes sobrevivieron sostenidos en una balsa; después de muchas horas el mar los arrojó a una playa desconocida.
Una isla habitada por pescadores pobres que apenas si sacaban para mal vivir.
Con todo, los acogieron por un tiempo, pero a cambio del hospedaje y alimentación pedían trabajo y ganas de hacerlo, pero el rey y la princesa permanecían sentados a las horas de la comida para que les sirvieran, hasta que toda la comunidad, molesta, les dijo claramente:
–Escuchen, por favor–.
Ustedes no saben hacer nada más que colocarse a la mesa para que les sirvamos, o frente a la cama para que les pongamos cobijas y nosotros somos pobres y no podemos mantenerlos; caminen tierra adentro, y quizá puedan encontrar los medios de ganarse la vida.
El rey y la princesa se fueron de la aldea angustiados porque comprendían que a donde quiera que fueran les iban a preguntar sobre lo que sabían hacer y la tribulación de responder que nada, nada sino mandar, ordenar, quejarse, sugerir y criticar; podían hacer, en pocas palabras, las malas cosas de las personas que han vivido en bonanza, sin dificultades y sin necesidad de esfuerzo.
Fueron de aldea en aldea buscando comida y amparo, pero como no eran mejores que los mendigos, eran tratados como tales, a veces conseguían algunos mendrugos de pan y algo de paja seca para dormir.
A veces el rey se molestaba cuando no le querían abrir las puertas y exigía mejor trato, pero siempre le preguntaban:
–Bueno, pero dígame ¿Qué sabe hacer y qué esfuerzo está dispuesto a desempeñar para que le dé carne y leche y una cama blandita?
–Nada, respondía, pero no necesito saber hacer nada porque soy rico y nací privilegiado y sin dificultades.
–Señor, le replicaban desde adentro, aquí no es su reino y si no se esfuerza en aprender algún oficio, no puede exigir que se le dé más de lo que se le da.
El rey, por primera vez, después de tantas frustraciones, entendió aquel proverbio de los sabios que decía: “Solo puede ser considerado como de tu propiedad aquello que puede sobrevivir a un naufragio”.
En sus palabras entendió que si sus hijos se podían hundir como el barco, lo mismo que su báculo, su corona y su bolsa de oro, nada, absolutamente nada de eso lo podía llamar suyo y de su propiedad.
Después de mucho vagar por la comarca se encontraron con un granjero que, aunque sorprendido de que no supieran hacer nada, como los vio honestos se dispuso a enseñarles el oficio de cuidar ovejas; y a cambio de protegerlos les dio una choza y el trabajo.
Pasaron los años y el rey recobró su dignidad, pero no su felicidad, y la hija se transformó en una joven mujer de belleza excepcional.
Un día, cuando el sultán de ese país había salido de cacería vio a la doncella, se enamoró inmediatamente y envió a un representante para pedírsela al padre en matrimonio.
–¿Cuál es su habilidad principal? ¿Qué cosas sabe hacer? ¿Cuál es su trabajo? ¿En qué cosas se esfuerza?, preguntó el ex rey.
–Tonto, ustedes los campesinos son todos iguales.
El sultán no necesita saber hacer cosas, porque Dios lo bendijo haciéndolo noble, rico y de familia con riquezas.
–No sé si seré tonto o no, solamente sé que ya cambié y soy otro gracias a que me he esforzado en la vida.
Por lo tanto, dile a tu amo que si no es capaz de ganarse la vida por sí mismo, sin corona, sin lacayos, sin familia, jamás podrá tener la mano de mi hija, porque muchas veces existe mediocridad envuelta dentro de la seda y de las joyas.
Cuenta la leyenda que aquel sultán estaba tan enamorado que, ante la disposición del rey-pastor, dejó el imperio en manos de un regente y se colocó como aprendiz de alfombras.
Trabajó arduamente y en un año logró tejer alfombras sencillas.
Se presentó ante el rey-pastor y le dijo.
–Soy el sultán de este país, pero eso no es lo que importa.
Lo esencial es que traigo ante ti lo que sé hacer y quiero casarme con tu hija.
Le mostró los tapices y el rey estuvo de acuerdo en aceptar el matrimonio, si la hija no ponía objeciones.
Como no las hubo, todos se llenaron de felicidad y alborozo y platicando en la cena llegaron a estos pensamientos: que un campesino puede ser tan inteligente como un sultán y que un rey, si ha tenido el esfuerzo y las experiencias necesarias, puede llegar a ser tan sabio como el más sagaz campesino.
Después de un tiempo el rey pudo regresar a su país y dice la leyenda que fue apreciado por sabio y bondadoso, aunque nunca permitió que en sus dominios hubiese súbditos sin oficio práctico aunque fuesen hijos de nobles.
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