Estaba en una ocasión una mujer sentada en un apartado rincón admirando la belleza de la Madre Naturaleza, mientras acariciaba y estrechaba entre sus brazos a un bebe.
El ambiente y todo lo que le rodeaba eran muy propicios para la meditación con Dios. Al sentir ella el deseo de hablarle a Dios, a esa presencia dentro de ella, le preguntó: “Padre mío, ¿habrá algo más puro y sublime en el mundo que el amor que siento yo por mi hijo?”
– “Hija mía-, sintió dentro de ella esta Presencia contestarle: “amor más grande y puro que el que Yo les tengo a todos ustedes, mis hijos, no existe ni podrá existir jamás”.
Te doté con ese amor de madre, para que puedas tener una idea cabal de cuán grande es el amor que Yo siento por todos mis hijos; para que puedas servirme de canal a través del cual Yo pueda expresar ese amor. “Los que llamas tus hijos, no son tus hijos”.
Vinieron por medio de ti, pero no de ti.
Como el mundo que Yo creé todo lo que es similar se atrae, sus almas te escogieron a ti para que les sirvas de guardián y guía y Yo di mi conformidad.
“Pero recuerda, que aunque estén contigo, no son tuyos. Podrás poner en ellos todo tu amor, pero no así tus pensamientos.
Yo los doté a ellos de su propia mente y ellos tienen sus propios pensamientos. Podrás darle albergue y alimentos en el santuario de tu hogar a sus cuerpos, pero no a sus almas, porque estas habitan en el santuario de Mi Presencia, la cual nadie puede ver, aunque sí sentir.
“Recuerda las palabras de tu hermano mayor Jesús, cuando dijo: “Dejad a los niños venir a mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
Tú puedes ayudar a que ellos alcancen ese reino, no tanto con tus palabras, como con tus ejemplos dentro y fuera del santuario de tu hogar. Podrás quererlos como a nada en el mundo, pero no puedes forzarlos a que te quieran.
Ese amor recíproco germinará en ellos espontáneamente, si es que tú lo sabes cultivar bien. Tú, como madre amorosa, eres el bendecido árbol, que lo da todo a la fruta, para que ésta sea más jugosa y dulce, para el deleite de otros, que es mi deleite; para que sus semillas perpetúen la eternidad de la vida”.
Al terminar de hablarle esta presencia en ella, se levantó la mujer y estrechando más fuerte que nunca al niño entre sus brazos, siguió su camino, sintiéndose mejor madre que antes.
Luis Molinary
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