“Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar el Aconcagua, inició su travesía, después de años de preparación, pero quería la gloria para él solo, por lo tanto, subió sin compañeros.
Empezó a subir y se le fue haciendo tarde, y más tarde, y no se preparó para acampar, sino que decidió seguir subiendo decidido a llegar a la cima.
Le oscureció, la noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña, ya no se podía ver absolutamente nada.
Todo era negro, cero visibilidad, no había luna y las estrellas eran cubiertas por las nubes.
Subiendo por un acantilado, a solo cien metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires, caía a una velocidad vertiginosa, solo podía ver veloces manchas cada vez más oscuras que pasaban en la misma oscuridad y la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.
Seguía cayendo y, en esos angustiantes momentos, pasaron por su mente todos los gratos y no tan gratos momentos de su vida, pensaba que iba a morir, sin embargo, de repente sintió un tirón tan fuerte que casi lo parte en dos... ¡Sí!, como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura.
En esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar: “¡Ayúdame Dios mío!”.
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contestó: “¿Qué quieres que haga hijo mío?”, “sálvame Dios mío”. "¿Realmente crees que te pueda salvar?". "Por supuesto Señor". “Entonces corta la cuerda que te sostiene”.
Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda.
Cuenta el equipo de rescate que al otro día encontraron colgado a un alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza, a una cuerda a tan solo dos metros del suelo. Y tú, ¿qué tan confiado estás de tu cuerda? ¿Por qué no la sueltas?”
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